Muchas personas se sorprenden de que se
catalogue los accidentes como cualquier otra enfermedad. Piensan que los
accidentes son algo completamente distinto: al fin y al cabo, vienen de fuera,
por lo que mal puede uno tener la culpa. Esta argumentación denota la confusión
de nuestro pensamiento en general, y en qué medida nuestra manera de pensar y
nuestras teorías se amoldan a nuestros deseos inconscientes. A todos nos
resulta extraordinariamente desagradable asumir la plena responsabilidad de
nuestra existencia y de todo lo que nos ocurre. Constantemente buscamos la
manera de proyectar la culpa hacia el exterior. Y nos irrita que se nos
desenmascaren estas proyecciones. La mayoría de los esfuerzos científicos están
dirigidos a consolidar y legalizar con teorías estas proyecciones.
«Humanamente» hablando, ello es perfectamente comprensible. Pero dado que este
libro ha sido escrito para personas que buscan la verdad y que saben que este
objetivo sólo puede alcanzarse por la vía de la sinceridad con uno mismo, no
podemos pasar por alto cobardemente un tema como el de los «accidentes».
Tenemos que comprender que siempre hay algo que
aparentemente nos viene de fuera y que nosotros siempre podemos interpretar
como causa. Ahora bien, esta interpretación causal no es sino una posibilidad
de ver las cosas y en este libro nos hemos propuesto sustituir o, en su caso,
completar esta visión habitual. Cuando nos miramos al espejo, nuestro reflejo,
aparentemente, también nos mira desde fuera y, no obstante, no es la causa de
nuestro aspecto. En el resfriado, son miasmas que nos vienen de fuera y en
ellos vemos la causa. En el accidente de circulación es el automovilista
borracho que nos ha arrebatado la preferencia de paso la causa del accidente.
En el plano funcional siempre hay una explicación. Pero ello no nos impide
interpretar lo sucedido con una óptica trascendente.
La ley de la resonancia determina que nosotros
nunca podamos entrar en contacto con algo con lo que no tenemos nada que ver.
Las relaciones funcionales son el medio material necesario para que se produzca
una manifestación en el plano corporal. Para pintar un cuadro necesitamos un
lienzo y colores; pero ellos no son la causa del cuadro sino únicamente los
medios materiales con ayuda de los cuales el pintor plasma su cuadro interior.
Sería una tontería refutar el mensaje del cuadro con el argumento de que el
color, el lienzo y los pinceles son sus causas verdaderas.
Nosotros no buscamos los accidentes, del mismo
modo que no buscamos las «enfermedades» y nada nos hace desistir de
utilizar cualquier cosa como «causa». Sin embargo, de todo lo que nos pasa en
la vida los responsables somos nosotros. No hay excepciones, por lo que vale
más dejar de buscarlas. Cuando una persona sufre, sufre sólo a sus propias
manos (¡lo cual no presupone que no sea grande el sufrimiento!). Cada cual es
agente y paciente en una sola persona. Mientras el ser humano no descubra en sí
a ambos no estará sano. Por la intensidad con que las personas denostan al «agente
externo», podemos ver en qué medida se desconocen. Les falta esa visión que
permite ver la unidad de las cosas.
La idea de que los accidentes son provocados
inconscientemente no es nueva. Freud, en su Psicopatología de la vida diaria,
además de fallos como defectos de pronunciación, olvidos, extravío de objetos,
etc., cita también los accidentes como fruto de un propósito inconsciente.
Posteriormente, la investigación psicosomática ha demostrado estadísticamente
la existencia de la llamada «propensión al accidente». Se trata de una
personalidad que se inclina a afrontar sus conflictos en forma de accidente. Ya
en 1926 el psicólogo alemán K. Marbe, en su Psicología práctica de los accidentes
y siniestros industriales, observa que el individuo que ya ha sufrido un
accidente tiene más probabilidades de sufrir otros accidentes que el que nunca
los tuvo.
En la obra fundamental de Alexander sobre la
medicina psicosomática, publicado en 1950, encontramos las siguientes
observaciones sobre el tema: «En la investigación de los accidentes de
automóvil en Connecticut se descubrió que en un período de seis años, de un
pequeño grupo de sólo 3,9% de todos los automovilistas implicados en accidente
habían sufrido el 36,4% de todos los accidentes. Una gran empresa que emplea a
numerosos conductores de camiones, alarmada por los altos costes de los
accidentes, mandó investigar las causas. Entre otros posibles factores, se
examinó el historial de cada conductor y aquellos que habían sufrido mayor
número de accidentes fueron destinados a otros trabajos. Con esta sencilla
medida pudo reducirse en una quinta parte la cifra de los siniestros. Es
interesante observar que los conductores apartados de la carretera siguieron
mostrando su propensión en el nuevo puesto de trabajo. Ello indica
irrefutablemente que la propensión al accidente existe y que estas personas
conservan esta propiedad en todas las actividades de la vida diaria» (Alexander,
Medicina Psicosomática).
Alexander deduce que «en la mayoría de los
accidentes, existe un elemento de deliberación, si bien casi siempre es
inconsciente. En otras palabras, la mayoría de los accidentes están provocados
inconscientemente». Esta mirada a la vieja literatura psicoanalítica nos
indica, entre otras cosas, que nuestra forma de contemplar los accidentes no
tiene nada de nueva y lo mucho que se tarda en conseguir que cierta evidencia
(desagradable) llegue a penetrar (si es que llega) en la conciencia colectiva.
En nuestro examen nos interesa no tanto la
descripción de una determinada personalidad propensa al accidente como, ante
todo, el significado de un accidente que ocurre en nuestra vida. Aunque una
persona no posea una personalidad propensa al accidente, éste siempre tiene un
mensaje para ella, y deseamos aprender a descifrarlo. Si en la vida de un
individuo abundan los accidentes, ello sólo quiere decir que esta persona no ha
resuelto conscientemente sus problemas y, por lo tanto, está escalando las
etapas del aprendizaje forzoso. Que una persona determinada realice sus
rectificaciones de un modo primario por los accidentes obedece al llamado «locus
minoris resistentiae» de las otras personas. Un accidente cuestiona
violentamente una manera de actuar o el camino emprendido por una persona. Es
una pausa en la vida que hay que investigar. Para ello hay que contemplar todo
el proceso del accidente como una obra teatral y tratar de comprender la
estructura exacta de la acción y referirla a la propia situación. Un accidente
es la caricatura de la propia problemática, y es tan certero y tan doloroso
como toda caricatura.
Accidentes de tránsito
«Accidente de tránsito» es un término difícil de
interpretar, por lo abstracto. Hay que saber qué ocurre exactamente en un
accidente determinado, para poder decir qué mensaje encierra. Pero si, en
general, la interpretación es difícil y hasta imposible, en el caso concreto
resulta muy difícil. No hay más que escuchar atentamente la exposición de los
hechos. La ambivalencia del lenguaje lo delata todo. Lamentablemente, una y
otra vez se comprueba que muchas personas carecen de oído para captar estas
connotaciones verbales. Nosotros acostumbramos a hacer que un paciente repita
una frase determinada de su descripción hasta que se da cuenta de lo que
representa. En estos casos, se advierte la inconsciencia con que las personas
manejan el lenguaje o lo bien que actúan los filtros cuando de los propios
problemas se trata.
Por lo tanto, en la vida y en la circulación,
una persona puede, por ejemplo, desviarse de su camino = pisar el acelerador =
perder el norte = perder el control o el dominio, atropellar a uno, etcétera.
¿Qué queda por explicar? Basta con escuchar. Uno acelera de tal manera que no
puede frenar y no sólo se acerca demasiado al (¿o a la?) que va delante sino
que lo embiste, con lo que se produce una colisión (o un porrazo, como dicen
otros). Este choque supone una contrariedad, por lo que los automovilistas
suelen chocar no sólo con los coches sino también con las palabras.
Con frecuencia, la pregunta: «¿Quién tuvo la
culpa del accidente?», nos da la respuesta clave: «No pude frenar a
tiempo», indica que una persona, en algún aspecto de su vida, ha acelerado de
tal manera (por ejemplo, en el trabajo) que ha llegado a poner en peligro tal
aspecto. Esta persona debe interpretar el accidente como una llamada a examinar
todas las aceleraciones de su vida y aminorar la marcha. La respuesta: «No
lo vi», indica que esta persona deja de ver algo muy importante de su vida.
Si un intento de adelantamiento acaba en accidente, uno debería pasar revista a
todas las «maniobras de adelantamiento» de su vida. El que se duerme al volante
debería despertar cuanto antes también su vida para no estrellarse. El que se
queda tirado de noche en la carretera debe examinar atentamente cuáles son las
cosas de la zona nocturna del alma que pueden impedirle el avance. Éste corta a
alguien, el otro sobrepasa la raya o se salta el bordillo, otro más se queda
atascado en el barro. De pronto, uno deja de ver claro, no ve la señal de alto,
confunde la dirección, choca con resistencias. Casi siempre, los accidentes de
tránsito acarrean un intenso contacto con otras personas; en la mayoría de los
casos, la aproximación es excesiva y, desde luego, violenta.
Vamos a examinar juntos un accidente concreto,
para ilustrar mejor con un ejemplo práctico nuestro enfoque. Se trata de un
accidente real que, al mismo tiempo, representa un tipo de accidente de
tránsito muy corriente. En un cruce con preferencia a la derecha chocan dos
turismos con tanta violencia que uno de ellos es lanzado a la acera donde queda
volcado, con las ruedas hacia arriba. En el interior han quedado atrapadas
varias personas que gritan pidiendo auxilio. La radio del coche funciona a todo
volumen. Los transeúntes van sacando a los encerrados de su prisión de hierro,
los cuales, con heridas de mediana gravedad, son trasladados al hospital.
Este suceso puede explicarse así: todas las
personas involucradas en este accidente se encontraban en una situación en la
que deseaban continuar en línea recta por la dirección que habían tomado en su
vida. Esto corresponde al deseo y al intento de seguir adelante sin detenerse.
Pero tanto en la carretera como en la vida hay cruces. La vía recta es la norma
en la vida, es la que se sigue por inercia. El hecho de que la trayectoria
rectilínea de todas estas personas fuera interrumpida bruscamente por el
accidente indica que todos habían pasado por alto la necesidad de rectificar la
dirección. Llega un momento en la vida en que se impone rectificar. Por buena
que sea una norma o una dirección, con el tiempo puede llegar a ser inadecuada.
Casi siempre, las personas defienden sus normas invocando su observancia en el
pasado. Esto no es un argumento. En un lactante lo normal es mojar los pañales,
y no hay nada mejor que objetar. Pero el niño que a los cinco años aún moja la
cama no tiene justificación.
Una de las dificultades de la vida humana es
reconocer a tiempo la necesidad de cambio. Seguramente, los involucrados en el
accidente no la habían reconocido. Trataban de continuar en línea recta por el
camino que hasta entonces se había acreditado como bueno y reprimían la
invitación a abandonar la norma, a variar el rumbo, a apearse de la situación.
Este impulso es inconsciente. Inconscientemente, sentimos que el camino no es
el indicado. Pero falta valor para cuestionarlo conscientemente y abandonarlo.
Los cambios generan miedo. Uno querría, pero no se atreve. Esto puede ser una
relación humana que se ha superado, o un trabajo, o una idea. Lo común a todos
es que todos reprimen el deseo de liberarse de la costumbre con un salto. Este
deseo no vivido busca su realización por medio del deseo inconsciente, una
realización que la mente experimenta como procedente «de fuera»: uno es apartado
de su camino, en nuestro ejemplo, por medio de un accidente de circulación.
El que sea sincero consigo mismo, después del
suceso puede comprobar que, en el fondo, hacía tiempo que no estaba satisfecho
de su camino y deseaba abandonarlo, pero le faltaba el valor. A una persona, en
realidad, sólo le ocurre aquello que ella quiere. Las soluciones inconscientes
son eficaces, desde luego, pero tienen el inconveniente de que, en definitiva,
no resuelven el problema del todo. Ello se debe, sencillamente, a que a fin de
cuentas un problema sólo puede resolverse con una decisión deliberada, mientras
que la solución inconsciente representa siempre sólo una realización material.
La realización puede dar un impulso, puede informar, pero no resolver
totalmente el problema.
Así, en nuestro ejemplo, el accidente provoca la
liberación del camino habitual pero impone una nueva y aún mayor falta de
libertad: el encierro en el coche. Esta situación nueva e insospechada es
resultado de la inconsciencia del proceso, pero también puede interpretarse
como un aviso de que el abandono de la vía vieja puede llevar no a la ansiada
libertad sino a una falta de libertad aún mayor. Los gritos de socorro de los
heridos y encerrados casi estaban ahogados por la estrepitosa música de la radio
del coche. Para el que en todo ve un símbolo, este detalle es expresión del
intento de desviarse del conflicto por medios externos. La música de la radio
ahoga la voz interior que pide socorro y que la conciencia desea oír. Pero el
pensamiento se desentiende y este conflicto y el deseo de libertad del alma
quedan encerrados en el inconsciente. No pueden liberarse por sí mismos sino
que tienen que esperar a que los hechos externos los liberen. El accidente es
aquí el «hecho externo» que abrió a los problemas inconscientes un canal para
que se articularan. Los gritos de socorro del alma se hicieron audibles. El
individuo aprendió a ser sincero.
Los accidentes en el hogar y
en el trabajo
Análogamente a los accidentes de tránsito, la
diversidad de posibilidades y su simbolismo en los demás accidentes en casa y
en el trabajo es casi ilimitada, por lo cual cada caso debe examinarse con
atención.
En las quemaduras encontramos un rico
simbolismo. Muchas frases hechas utilizan la quemadura y el fuego como símbolo
de procesos psíquicos: quemarse los labios = quemarse las manos = agarrar un
hierro candente = jugar con fuego = poner las manos en el fuego por una
persona, etc.
El fuego es aquí sinónimo de peligro. Por lo
tanto, las quemaduras indican que uno no supo ver o medir el peligro
oportunamente. Tal vez uno no acierte a ver lo candente que es en realidad un
tema determinado. Las quemaduras nos hacen comprender que estamos jugando con
el peligro. Además, el fuego tiene una clara relación con el tema del amor y la
sexualidad. Se dice del amor que es ardiente, uno se inflama de amor, un
enamorado es fogoso. El simbolismo sexual del fuego, es, pues, evidente.
Las quemaduras afectan primeramente la piel, es
decir, la envoltura o frontera del individuo. Esta violación de la frontera
significa siempre el cuestionamiento del Yo. Con el Yo nos aislamos y el
aislamiento impide el amor. Para poder amar tenemos que abrir la frontera del
Yo, tenemos que inflamarnos con la brasa del amor, derribar obstáculos. Al que
se resista al fuego interior, quizás un fuego exterior le queme la frontera de
la piel, dejándolo abierto y vulnerable.
Un simbolismo parecido encontramos en casi todas
las heridas que, desde luego, empiezan por perforar la frontera exterior de la
piel. Por ello se habla también de heridas psíquicas y se dice que uno se
siente herido por una determinada palabra. Pero uno puede herir no sólo a los
demás sino también lacerarse la propia carne. También el simbolismo de la
«caída» y el «tropezón» es fácil de descifrar. Los hay que dan un resbalón en
el parqué o que ruedan escaleras abajo. Si el resultado es conmoción cerebral,
el pensamiento del individuo queda afectado. Todo intento de incorporarse en la
cama produce dolor de cabeza, por lo que uno vuelve a echarse enseguida. Por
consiguiente, se arrebata a la cabeza y al pensamiento el predominio que
tuviera hasta el momento y el paciente experimenta en su propio cuerpo que el
pensar duele.
Fracturas
Los huesos se rompen, casi sin excepción, en
circunstancias de hiperdinamismo (automóvil, moto, deportes), por intervención
de un factor mecánico externo. La fractura impone inmediatamente la
inmovilización (reposo, escayola). Toda fractura provoca una interrupción del
movimiento y la actividad y exige descanso. De esta pasividad forzosa debería
surgir una reorientación. La fractura indica claramente que se ha olvidado el
imperativo de la finalidad de una evolución, por lo que el cuerpo tiene que
romper con lo viejo para permitir la irrupción de lo nuevo. La fractura rompe con
el camino anterior que estaba caracterizado por la hiperactividad y el
movimiento. El individuo exagera el movimiento y la sobrecarga o hiperactividad
se acumula hasta que el punto más débil cede.
El hueso representa en el cuerpo el principio de
la solidez, de las normas que dan un punto de apoyo, y también al de la
anquilosis. El hueso anquilosado es frágil y no puede cumplir su función. Algo
parecido ocurre con las normas: tienen que proporcionar una base, pero una
rigidez excesiva las hace inoperantes. Una fractura nos señala en el plano
físico que se ha pasado por alto un exceso de rigidez de la norma en el sistema
psíquico. El individuo se había hecho excesivamente rígido e inflexible. La
persona, con la edad, suele aferrarse a sus principios con mayor rigidez y
pierde su capacidad de adaptación, la anquilosis de los huesos aumenta a su vez
y el peligro de fractura crece. Todo lo contrario de lo que ocurre al niño
pequeño, que tiene unos huesos tan flexibles que prácticamente no pueden
romperse. El niño pequeño no conoce normas ni medidas en las que petrificarse.
Cuando una persona se hace excesivamente inflexible, una fractura de vértebras
corrige la anomalía: se le parte el espinazo. ¡Esto puede evitarse doblegándolo
voluntariamente!