El ayudar es, para cualquier ser humano, una de las tareas más
difíciles de realizar saludablemente. Ya sea desde el rol que determina a
las profesiones asistenciales, como en cualquier otra relación
interpersonal, la situación de ayudar a otro marca pautas vinculares que
necesitan ser asumidas con mucho cuidado, con mucha sensatez. Cuando en
el acto de ayuda se instalan patrones de relación insanos, lo que
deviene es un claro perjuicio para el ayudado, para el ayudador, y para
el vínculo que exista entre ambos.
En las relaciones simétricas (entre pares) la actitud de ayuda sana se caracteriza por ser recíproca: ambos, simultánea o alternada-mente, cubren desde la solidaridad ciertas necesidades del otro. Ahora bien: no siempre es fácil conservar esta simetría en los vínculos personales (que no impliquen una relación terapeuta-paciente) Esto es difícil sobre todo para aquellas personas propensas a instalarse en el rol de “ayudador”, ya sea desde el comienzo mismo del vínculo, o bien paulatinamente, sin advertirlo, encontrándose a corto plazo ocupando el lugar de “el que sostiene”, “el que da”, “el incondicional”. Y, puesto que estas descripciones de por sí pueden sonar gratas para la autovaloración, muchas veces se sostiene esa identidad a ultranza, desde un mecanismo neurótico. (Definamos como “neurótica” a aquella actitud que se caracteriza por ser la exagerada manifestación de un conjunto de rasgos que se ponen en funcionamiento compulsivamente, sin control y sin clara conciencia por parte del individuo, perturbando por ende su vida interna y externa. La raíz de ese conjunto de rasgos estaría en asuntos inconscientes no resueltos, que organizan su conducta disfuncionalmente.)
Quisiéramos compartirle algunas ideas centrales sobre este tema (que luego completaremos en el encuentro virtual). Pero antes creemos necesario hacer la salvedad de que estos posibles rasgos disfuncionales en la actitud de ayuda no siempre invalidan la parte sana de sí que empatiza con la dificultad del otro. Sólo que, si no advertimos estas zonas internas menos crecidas, la ayuda misma se convertirá fácilmente en una parte más del problema, en vez de ser una parte de la solución.
Toda ayuda ejercida saludablemente, tiene por finalidad principal apuntalar para que el otro se autosostenga. Las excepciones que cuadrarían a este enunciado podrían ser aquellas situaciones en las que el ayudado está realmente invalidado a perpetuidad, o, peor aún, hacia su decadencia, como podría ser el caso de un enfermo terminal.
Y son estas excepciones justamente las que pueden servir de referencia para autodescubrirnos en una actitud de ayuda neurótica: cuando ayudamos al otro como dando por sentado que el otro no podrá autosostenerse, lo estamos poniendo en un lugar de incapacidad, de decadencia, de irreversibilidad... en síntesis: en el lugar de que "no puede". Esto significa que estamos ayudando desde una actitud de co-dependencia: necesitamos que el otro nos necesite. ¿Por qué? Por distintas razones, propias de cada individuo. Veamos algunas de las principales:
"Garantizar" la continuidad del vínculo afectivo con ese otro: Si soy su silla de ruedas, no se moverá sin mí. Si soy, en cambio, su andador... ¡en cualquier momento se parará sobre sus propios pies y se irá! Toda actitud de ayuda que sea saludable tenderá a funcionar, por supuesto, como un andador, y no como una silla de ruedas. Y hay que tener verdadero coraje para admitir cuándo estamos generando dependencia con nuestra actitud asistencial a partir del miedo al abandono... Es bueno recordar al respecto que "la dependencia engendra violencia": más tarde o más temprano, el ayudado experimentará hacia su ayudador resentimiento por haber sido puesto en un lugar de incapacidad (muchas veces, claro está, con su consentimiento).
Permitir al ayudador cultivar y fortificar una autoimagen de "buena persona". Éste es un síntoma de que nuestro ego está necesitando las vitaminas del reconocimiento, a veces de parte del ayudado, otras, de parte de otras personas (la sociedad, la familia...) o quizás hasta de parte de Dios. Los seres lúcidos que realizan un servicio solidario con alto nivel de compromiso, suelen describir con mucha franqueza el hecho de ver este factor egoico dentro de sí mismos.
En un texto, recientemente publicado, del padre Carlos Mugica (un sacerdote que vivía ayudando en villas de emergencias, asesinado en 1974), podemos leer: "Señor, quiero quererlos por ellos mismos, y no por mí". Reconocer este ingrediente narcisista en las situaciones de ayuda no nos vuelve malas personas, ni seres "impuros"; tampoco invalida la legitimidad de nuestro acto de servicio. Todo lo contrario: hacernos car-go de esta necesidad egoica nos vuelve más íntegros, más sanos en nuestra actitud de dar. El no reconocer este factor puede derivar en la creación de un "personaje samaritano", más centrado en sí mismo de lo que se atrevería a reconocer, y que suele verse como un mártir, auto-sacrificado en haras del bien del prójimo.
En algunas personas, la actitud asistencial constituye una identidad desde la cual sentirse fuertes. Este mecanismo suele verse en quienes han sido criados en hogares disfuncionales en los cuales el niño, -que debía haber sido quien recibiera protección-, debió proteger y cuidar a su protector, para sobrevivir. Cuando un adulto padece fragilidad personal (por enfermedad, depresión, violencia familiar, adicciones, o intensos procesos de duelo), puede ser que el niño que debía estar bajo su tutela se haga cargo del cuidado de ese adulto, madurando precozmente y asumiendo la identidad de ser "el que sirve" (muchas veces a costa de su propia integridad). Sentirse el niño fuerte que puede cuidar y ayudar, le otorga una autoimagen de "yo puedo", que le permite la supervivencia psicológica.
Ya adulto, es común que le sea difícil generar vínculos en los que esta identidad no sea la predominante, tendiendo entonces a presentarse desde su habitual actitud asistencial (el que escucha, el que resuelve el problema para el cual nadie le pidió ayuda, el que siempre se acuerda de lo que el otro necesitaba...).
Otra posibilidad es que tienda a establecer vínculos íntimos preferentemente con personas que estén en inferioridad de condiciones (conflictuadas, con historias trágicas, o en pleno proceso de duelo, etc.). “Ir al rescate” de quienes están en desgracia les permite generar rápida “intimidad”. Si miramos la biografía de personas en las que esta conducta es habitual, veremos una larga lista de vínculos que, históricamente, fueron consolidados desde esta identidad de “el ayudador”.
En las relaciones simétricas (entre pares) la actitud de ayuda sana se caracteriza por ser recíproca: ambos, simultánea o alternada-mente, cubren desde la solidaridad ciertas necesidades del otro. Ahora bien: no siempre es fácil conservar esta simetría en los vínculos personales (que no impliquen una relación terapeuta-paciente) Esto es difícil sobre todo para aquellas personas propensas a instalarse en el rol de “ayudador”, ya sea desde el comienzo mismo del vínculo, o bien paulatinamente, sin advertirlo, encontrándose a corto plazo ocupando el lugar de “el que sostiene”, “el que da”, “el incondicional”. Y, puesto que estas descripciones de por sí pueden sonar gratas para la autovaloración, muchas veces se sostiene esa identidad a ultranza, desde un mecanismo neurótico. (Definamos como “neurótica” a aquella actitud que se caracteriza por ser la exagerada manifestación de un conjunto de rasgos que se ponen en funcionamiento compulsivamente, sin control y sin clara conciencia por parte del individuo, perturbando por ende su vida interna y externa. La raíz de ese conjunto de rasgos estaría en asuntos inconscientes no resueltos, que organizan su conducta disfuncionalmente.)
Quisiéramos compartirle algunas ideas centrales sobre este tema (que luego completaremos en el encuentro virtual). Pero antes creemos necesario hacer la salvedad de que estos posibles rasgos disfuncionales en la actitud de ayuda no siempre invalidan la parte sana de sí que empatiza con la dificultad del otro. Sólo que, si no advertimos estas zonas internas menos crecidas, la ayuda misma se convertirá fácilmente en una parte más del problema, en vez de ser una parte de la solución.
Toda ayuda ejercida saludablemente, tiene por finalidad principal apuntalar para que el otro se autosostenga. Las excepciones que cuadrarían a este enunciado podrían ser aquellas situaciones en las que el ayudado está realmente invalidado a perpetuidad, o, peor aún, hacia su decadencia, como podría ser el caso de un enfermo terminal.
Y son estas excepciones justamente las que pueden servir de referencia para autodescubrirnos en una actitud de ayuda neurótica: cuando ayudamos al otro como dando por sentado que el otro no podrá autosostenerse, lo estamos poniendo en un lugar de incapacidad, de decadencia, de irreversibilidad... en síntesis: en el lugar de que "no puede". Esto significa que estamos ayudando desde una actitud de co-dependencia: necesitamos que el otro nos necesite. ¿Por qué? Por distintas razones, propias de cada individuo. Veamos algunas de las principales:
"Garantizar" la continuidad del vínculo afectivo con ese otro: Si soy su silla de ruedas, no se moverá sin mí. Si soy, en cambio, su andador... ¡en cualquier momento se parará sobre sus propios pies y se irá! Toda actitud de ayuda que sea saludable tenderá a funcionar, por supuesto, como un andador, y no como una silla de ruedas. Y hay que tener verdadero coraje para admitir cuándo estamos generando dependencia con nuestra actitud asistencial a partir del miedo al abandono... Es bueno recordar al respecto que "la dependencia engendra violencia": más tarde o más temprano, el ayudado experimentará hacia su ayudador resentimiento por haber sido puesto en un lugar de incapacidad (muchas veces, claro está, con su consentimiento).
Permitir al ayudador cultivar y fortificar una autoimagen de "buena persona". Éste es un síntoma de que nuestro ego está necesitando las vitaminas del reconocimiento, a veces de parte del ayudado, otras, de parte de otras personas (la sociedad, la familia...) o quizás hasta de parte de Dios. Los seres lúcidos que realizan un servicio solidario con alto nivel de compromiso, suelen describir con mucha franqueza el hecho de ver este factor egoico dentro de sí mismos.
En un texto, recientemente publicado, del padre Carlos Mugica (un sacerdote que vivía ayudando en villas de emergencias, asesinado en 1974), podemos leer: "Señor, quiero quererlos por ellos mismos, y no por mí". Reconocer este ingrediente narcisista en las situaciones de ayuda no nos vuelve malas personas, ni seres "impuros"; tampoco invalida la legitimidad de nuestro acto de servicio. Todo lo contrario: hacernos car-go de esta necesidad egoica nos vuelve más íntegros, más sanos en nuestra actitud de dar. El no reconocer este factor puede derivar en la creación de un "personaje samaritano", más centrado en sí mismo de lo que se atrevería a reconocer, y que suele verse como un mártir, auto-sacrificado en haras del bien del prójimo.
En algunas personas, la actitud asistencial constituye una identidad desde la cual sentirse fuertes. Este mecanismo suele verse en quienes han sido criados en hogares disfuncionales en los cuales el niño, -que debía haber sido quien recibiera protección-, debió proteger y cuidar a su protector, para sobrevivir. Cuando un adulto padece fragilidad personal (por enfermedad, depresión, violencia familiar, adicciones, o intensos procesos de duelo), puede ser que el niño que debía estar bajo su tutela se haga cargo del cuidado de ese adulto, madurando precozmente y asumiendo la identidad de ser "el que sirve" (muchas veces a costa de su propia integridad). Sentirse el niño fuerte que puede cuidar y ayudar, le otorga una autoimagen de "yo puedo", que le permite la supervivencia psicológica.
Ya adulto, es común que le sea difícil generar vínculos en los que esta identidad no sea la predominante, tendiendo entonces a presentarse desde su habitual actitud asistencial (el que escucha, el que resuelve el problema para el cual nadie le pidió ayuda, el que siempre se acuerda de lo que el otro necesitaba...).
Otra posibilidad es que tienda a establecer vínculos íntimos preferentemente con personas que estén en inferioridad de condiciones (conflictuadas, con historias trágicas, o en pleno proceso de duelo, etc.). “Ir al rescate” de quienes están en desgracia les permite generar rápida “intimidad”. Si miramos la biografía de personas en las que esta conducta es habitual, veremos una larga lista de vínculos que, históricamente, fueron consolidados desde esta identidad de “el ayudador”.
Una actitud neurótica que puede estar solapada debajo del gesto asistencial, es la de querer legitimar la propia necesidad de controlar al ayudado. Quienes se mueven desde este patrón de conducta, en nombre de la asistencia pueden tener actitudes sumamente invasivas sobre la intimidad del otro (quien, si se le ocurre marcar un límite, será calificado de ingrato y desconsiderado!). El deseo oculto de controlar imprime en el acto de ayuda un trasforndo de manipulación, no siempre reconocible por el ayudador. Discernir este aspecto interno requiere de mucha honestidad moral. Y de la clara noción de que lo que no se reconoce, se actúa.
Queremos citar al menos un ítem más: la acción de ayuda eficaz, sana, tiene como principal característica la de darle al otro lo que el otro verdaderamente necesita. En cambio, una de las características de la ayuda neurótica es la de proyectar sobre el otro nuestras propias necesidades no resueltas, y, por ende, proporcionarle lo que en verdad nos gustaría recibir. "Proyectar", en este caso, implicará concretamente volcar en el otro la propia carencia: buscamos proteger en el otro a aquello que en nosotros mismos se siente carente de protección, abrigamos al otro porque tenemos frío. Así, se dan las absurdas situaciones en que, por ejemplo, abrazamos efusivamente a alguien, queriendo consolarlo, y desoyendo su reclamo de que le dejemos solo (lo cual es lo que verdaderamente siente necesitar: contar simplemente, con nuestra silenciosa presencia). Tan absurdo es este tipo de situaciones que su corolario suele ser que quien está mal, además de tener que lidiar con su propio malestar, también tiene que cargar con la mortificación de su "ayudador", y con el reproche de "no saber recibir" lo que se le quiere dar!
Este mecanismo, si no es discriminado, tiende a construir vínculos irreales: no estamos viendo a ese "otro" que está allí, sino a una deformación producida por nuestro propio psiquismo. Yuxtaponemos sobre el otro lo que nos pasa a nosotros, y dejamos de ver cuál es su real necesidad.
Por último digamos esto: muchas veces ingenuamente creemos saber qué es lo que sería bueno para el otro (siendo que con frecuencia ni siquiera sabemos a ciencia cierta qué sería lo realmente bueno para nosotros mismos!) Ayudar sanamente, desde el amor consciente, requiere asumir compromiso de investigar si el otro realmente necesita y desea lo que le damos. Y también de chequear si estamos en condiciones de dar lo que el otro precisa, si verdaderamente queremos y podemos hacerlo. En escasas oportunidades puede ser casi indispensable que el ayudador no se tenga en cuenta a sí mismo: podría ser en una emergencia en que alguien heroicamente salva la vida de otro, o se entrega por entero como persona de apoyo a un ser muy amado que está gravemente necesitado de su ayuda (y aún así, habría que revisar este concepto).
En lo cotidiano, en los vínculos de todos los días, es imperiosamente necesario advertir cuándo comenzamos a enfermarnos, a maltratarnos, a menoscabar nuestra propia vida en aras de "rescatar" a otro. Pues si estamos ejerciendo un servicio desde ese lugar autoinvalidante, es muy probable que haya tres perjudicados: el ayudado (a quien difícilmente podrá servirle la inmolación de quien le ayuda), el ayudador (que quedará inhabilitado para servir a otros, y servir a los fines de su propia vida) y el vínculo que hayan generado entre ambos (que quedará viciado por una construcción asimétrica, en el cual uno "puede" y el otro "no puede ni podrá").
Sería indispensable que abordáramos otros aspectos fundamentales de este tema: la compasión sana, el burn out (o "sindrome del quemado", propio de las personas que ejercen profesiones asistenciales), el cuidado de sí mismo en los vínculos de ayuda...
No es fácil, ¿verdad?
Virginia Gawel y Eduardo Sosa
* Publicado en la revista uruguaya “Salud y Evolución”,
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